- Y anoche, ¿dónde estabas…?
- Después de leer los versos
noté que él me miraba.
- Y antes, ¿Dónde estabas?
- Hallé entre las palabras
aquella que sostenía
más dulce, su esquivo
corazón de estambre.
Pero luego sentí
como sutil y placentera traición,
cómo llegó a clavarse,
hasta notar la mano, su suave
y ardiente espada en mi
desnudo costado al viento.
Quise entonces moverme, hasta que
el último dolor de mis entrañas
tocara su deliciosa y afilada punta
de plata, y recorrer así una eterna agonía
en compañía de mi soledad clavada.
Enrique Adrados Salzburg 4/12/2005
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